domingo, junio 29, 2008

Fin de curso


Otro fin de curso más. No dejo de asombrarme de lo rápido que pasan los años, cada vez a más velocidad. Cuando era pequeña, los días se estiraban hasta el infinito. En la noche de Reyes, parecía que el alba no llegaba nunca. Durante las vacaciones de verano, daba tiempo a hacer de todo, hasta aburrirnos y desear que el curso comenzase de nuevo. En esas tardes de verano eternas, pegados al ventilador, parecía que el tiempo era un bien inagotable, no un concepto escurridizo y volátil, que es como se nos revela cuando alcanzamos la edad adulta.

Ahora el tiempo vuela, y ya mismo hará diez años desde que comencé a dar clases. Parece que fue ayer cuando entré en aquel pequeño instituto de Trebujena, con mi mochila de cuero al hombro y mi carpeta, tan novata que el conserje me confundió con una alumna -esto último me ha ocurrido después más veces, supongo que en cierto modo es un halago-. Mi primera clase fue con un curso de 4º ESO, con unos alumnos que hoy deber rondar los 24-25 años. Seguro que algunos ya han terminado sus carreras. Otros se habrán casado y tendrán hijos. Es el paso del tiempo real, tan lejos de esa visión del tiempo infantil.

Y el viernes terminó otro curso, uno muy especial para mí, aunque todos lo son en realidad. Sin embargo este año veo marchar, envuelta en una mezcla de tristeza y orgullo, hombres y mujeres que han sido alumnos durante dos y tres años, algunos convertidos en amigos, con quienes espero seguir manteniendo contacto en el futuro (esto siempre es difícil al final, la mayoría se quedan en el camino). Y, junto a ellos, también se marchan compañeros que se han hecho un hueco dentro de mí y que quedarán allí para siempre, agarrados con sus sonrisas, su manera de trabajar, su amistad sin fisuras y los buenos momentos compartidos.

La parte positiva es que este fin de semana comienzan mis vacaciones. No obstante, la melancolía habitual de los finales de curso es más intensa esta vez. Algo se acaba, comienza una nueva etapa en mi vida y en mi centro de trabajo, pues ha habido otros cambios en el instituto que pueden traer consecuencias importantes. Ya veremos cómo marcha todo.

Esta semana ha sido intensa en emociones. Las lágrimas y los sentimientos han estado a flor de piel. Ahora toca descansar y mirar hacia delante. Vendrán nuevos alumnos y nuevos compañeros, y volveremos a vivir momentos increíbles junto a ellos. Esto es lo maravilloso y lo más triste de nuestro trabajo. Cerramos una puerta y abrimos otra. Y aunque lo que dejamos atrás nos apena, lo que tenemos por delante pronto vuelve a emocionarnos. De no ser así, no podríamos dedicarnos a esto.

Adiós, curso 2007-2008.

miércoles, junio 11, 2008

Más difícil todavía













Si ya escribir es una tarea harto complicada, y que merece toda mi admiración -siempre que hablemos de buena literatura, claro está- hacerlo en otra lengua distinta a la materna me parece algo extremadamente difícil. A una servidora le encantan los idiomas, y de hecho no se le dan nada mal, pero de ahí a utilizar otra lengua como instrumento de trabajo a la hora de ponerse delante de la hoja en blanco (o la pantalla del ordenador) y dominar dicha herramienta con mayor brillantez y soltura que muchos escritores nativos, eso se me antoja casi imposible.

Hay casos que nos demuestran que estas rarezas también ocurren en la historia de la literatura. Nabokov es un ejemplo de ello. El autor de la inolvidable Lolita era trilingüe desde la infancia. Al parecer la culpable de que dominara con cierta soltura el inglés -idioma en el que acabaría escribiendo sus obras maestras- por encima del ruso, su lengua materna, fue su ama de llaves, que le enseñó a leer y escribir en ese idioma.

Podemos pensar que Nabokov jugaba con cierta ventaja, pues dominaba los rudimentos del idioma anglosajón desde pequeño. Bien distinto es el caso de Joseph Conrad, cuyo verdadero nombre era Józef Teodor Konrad Korzeniowski, más acorde con su origen polaco. Este autor tenía como segunda lengua el francés, aunque nunca lo utilizó como herramienta para su trabajo de escritor. Por el contrario, se inclinó también por el inglés, con el que creó una prosa sonora y vibrante que no ha dejado de despertar elogios de los críticos más escépticos.

Podrían citarse más casos, como el del búlgaro Elias Canetti, que aprendió alemán durante su adolescencia y escogió este idioma para escribir sus obras más importantes, o el irlandés Samuel Beckett, que se instaló en Francia para quedarse allí de forma definitiva y adoptó enseguida el francés como vehículo de expresión literaria.

Si ya sentía admiración por algunos de estos escritores, ahora reconozco aún más la dificultad de su trabajo. Dejar de lado tu lengua madre, la que utilizas normalmente para comunicarte, la que nos hace sentirnos cómodos, para escribir frases enteras y páginas de buena literatura en otro idioma, es ciertamente una tarea de titanes. Ante esto, una no puede sino quitarse el sombrero y exclamar ¡Chapeau! Una lección de esfuerzo y de superación personal de la que todos podemos (y debemos) aprender.


De arriba abajo: Samuel Beckett, Joseph Conrad, Elias Canetti y Vladimir Nabokov.